jueves, 5 de octubre de 2017

Tides

La marea deja en la orilla los restos del naufragio. El paseante, sin mirar, golpea con una patada, da igual si un brazo o un pie, o quizá la propia cabeza descompuesta ya por la sal derramada en las lagrimas.
El tiempo pasa y el espejo devuelve la imagen rota de algo que ocurrió o que quizá solo nado extrañamente mientras la calma lo invadía todo.
El mar con su fuerza no mide las consecuencias de sus actos, desconoce la devastación que puede quedar tras un huracán. No mide si duele o no. No valora lo que se pierde.
El pasado no tan lejano recuerda una realidad ahora perdida, a veces, el alma se queda enamorada de lo que fue y ya no existe, y  ni siquiera existe la responsabilidad. El mar, con su empeño, derroca y asola la orilla por completo, sin pensar en las heridas que produce el choque de un cuerpo, abandonado a su suerte, como un niño, contra las rocas.
El mar en calma ahora lame con falsa ternura las heridas del alma, la cabeza del naufragio, perdido ya el rostro, se bate en retirada, solo su mirada inerte abarca el perímetro de la desolación, esa que queda tras la marea ausente.

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